Empecemos fuerte, tal y como se lo merece un tipo duro como John McClane: de todos los géneros cinematográficos, el que más se parece potencialmente a la pornografía es el de acción (que no se nos malinterprete, no estamos menospreciando especialmente ni a uno ni al otro, eso es tarea de puritanos y puristas).
Nos explicamos: el mecanismo de la película erótica consiste en la distribución de una serie de hechos importantísimos por sí solos para el espectador (el acto sexual) a lo largo de una trama por lo demás insípida, aburrida, poco interesante, que sólo existe para dotar de un marco a lo que de verdad hemos venido a ver: sexo. Sustitúyase “el acto sexual” por “persecuciones, tiros y vehículos de todo tipo en llamas” y entenderemos lo que se quiere decir: una (mala) película de acción siempre pondrá el acento (y nada más) en estos momentos explosivos, sabiendo que es por ellos por los que el cliente poco exigente ha pagado y ofreciendo, como añadidos a los fuegos artificiales, personajes débiles y poco carismáticos, intercambiables, con motivaciones de pega, y tramas que por lo general olvidaremos nada más abandonar la sala, cegados por el fuego vacío que suele abundar en este tipo de filmes.
La principal virtud de la saga de “La Jungla” (aprovechamos para preguntarnos por los malabares que habrán tenido que hacer los traductores castellanos del título según se añadían juegos de palabras ingeniosos al “Die Hard” original), especialmente en su primera entrega (aunque ninguna de las siguientes la desmerezca del todo) consistía en dar un sentido interesante y elaborado, al menos divertido, al espacio entre explosiones: en conseguir que no sólo nos interesáramos genuinamente por el fuego, sino también por aquel que caminaba entre las llamas: Bruce Willis, en su papel de John McClane.
Así pues, al situar como protagonista a un McGyver humanizado al que siempre teníamos ganas de ver, fuera reventando cristales o intentando equilibrar sus asuntos familiares, capaz de acabar él sólo con un equipo de terroristas también interesantes (pues, y esto también se agradece, los villanos contra los que se ha venido enfrentando Bruce Willis han procurado atraernos y repugnarnos a partes iguales, dejando de lado la mera rabia ciega que caracteriza a otro tipo de villanos para convertirse en personajes carismáticos), la primera película acertó enormemente, un acierto que el resto de filmes de la saga han intentado aprovechar, con mayor o menor éxito.
Las peripecias personales de un ya mítico Bruce Willis en el papel del medio loco medio héroe John McClane, siempre preocupado por rescatar (literal o metafóricamente) a su familia del peligro, a la vez que poseído por una especie de sentido de la diversión que poco menos que le obliga a lanzarse de cabeza al enemigo, para al salir airoso decir que “no ha sido para tanto”, lo separaban de otros héroes más inhumanos, más perfectos, como un Stallone o un Schwarzenegger. Se dotaba, así, de un bonito traje al andamio metálico que es toda película de acción, una estructura dirigida, no lo olvidemos, a satisfacer la búsqueda de adrenalina del espectador, a sustituir el sexo por las explosiones.
En esta nueva entrega de la saga, McClane viaja hasta Moscú para hacer las paces con su hijo, poco menos que un guerrillero, y de paso acabar de nuevo con un villano global (ni de lejos a la altura de los malos de otras películas de la serie). A priori, esto puede hacerse tan interesante como uno quiera hacerlo (si aceptamos los desvaríos del guión, las mujeres-objeto y las peleas frenéticas que jalonan este tipo de filmes). El problema es que nuestro amigo McClane, el que tan bien nos guiaba de explosión en explosión, ha muerto.
No es casualidad que estemos hablando en pasado: pues al ver “La Jungla: un buen día para morir”, uno tiene la impresión de estar ante otra cosa, ante una trama de acción intercambiable cuya única vinculación con el resto de la saga es el pegote de Bruce Willis. Desde su manida localización (que ni siquiera está aprovechada del todo, que nadie espere el Kremlin en llamas), pasando por un guión que se toma demasiado en serio a sí mismo (y no debería: es absurdo como el que más), unos secundarios que dan igual y acabando, y esto es lo que duele de verdad, por el McClane más prescindible visto hasta el momento.
El carisma ha sido sustituido por tres tipos de intervenciones: un chiste perpetuo mediante el cual Willis se queja constantemente de que los malos “le están jodiendo las vacaciones”, diálogos padre-hijo que huelen a cartón piedra a cinco kilómetros de distancia y, como no, la búsqueda del momento ideal para berrear su mítico “Yipi-ka-yei, motherfucker”, que aquí aparece menos orgánico que nunca.
Hemos mencionado el tres; pasemos ahora al cuatro, que es exactamente el número de escenas de acción que hay, concentradas, como explosiones aisladas en medio de un panorama bastante insulso, vacío, con personajes que corretean de un lado a otro. Demasiados números sencillos para una película que tenía que haber jugado a cantidades más elevadas, o al menos haber mantenido a unos personajes que aquí ya sólo se parecen vagamente a sus referentes.
Es, pues, un filme inferior con respecto a sus predecesores, pero que, eso sí, contiene algunas escenas trepidantes, muy bien orquestadas (aunque, con los efectos digitales, qué no puede hacerse hoy en día si se tiene el dinero suficiente), y algún logro aislado (quizás algunos giros del guión, cierto aroma a clásica trama de espionaje soviética…). No es un fracaso (pues no defraudará a los fans del género) pero tampoco es un éxito, una vuelta de tuerca, no contiene ningún añadido (cosa que quizás uno se esperaba, con demasiado optimismo) que lo eleve por encima de la categoría de filme de acción neutro.
Por primera vez, parece que la saga de “La Jungla” ha fracasado a la hora de tapar los andamios, y el resultado es que, para bien o para mal, acabamos viendo todo el tinglado: lo que importa es el coche que choca, y no el que lo conduce.
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